“El fútbol es un juego de caballeros jugado por villanos y el rugby es un juego de villanos jugado por caballeros”. La frase no es fruto de mi corta creatividad sino de un antiguo dicho británico que resume la filosofía de uno de los deportes más admirables que existen. En su filosofía y práctica se adentra la última propuesta del maestro Eastwood, quien adapta al magnífico periodista John Carlin, autor de El factor humano. Como fruto ha brotado Invictus, hermosa criatura en la que historia, política y moral se matrimonian con la épica deportiva para goce de quienes enloquecemos con las historias sencillas contadas con solidez, ese lujo tan infrecuente de demasiado tiempo a esta parte.
Entre caballeros anda, desde luego, el juego. Recién elegido presidente, Nelson Mandela fue el único que vio en el Mundial de rugby que se celebraba en Sudáfrica una oportunidad para unir a los ciudadanos de una nación rota por el racismo. Como resultado, una débil selección logró uno de los triunfos más improbables, emocionantes y legendarios que se recuerdan. ¿Cómo?: hay que ver Invictus.
La película es otro de esos milagros a los que nos tiene acostumbrados el autor de Sin perdón. Analizada con frialdad, tiene muchos de los elementos que deberían convertirla en algo previsible, blando y superficial.
O en un tostón discursivo. Sin embargo, la narración hace un ejercicio de síntesis brillante para plantear el telón de fondo social y político, pasa de puntillas por el grueso de la competición y se entrega a una sinfonía mágica y extensa de imágenes que se recrean en la mítica final entre Sudáfrica y Nueva Zelanda (o “Springboks” contra “All Blacks”). Morgan Freeman y Matt Damon hacen una exhibición nada estruendosa de interpretación bajo la batuta, cabal y madura, de un cineasta que convierte en oro fílmico todo lo que toca. Las dificilísimas secuencias deportivas se resuelven con un manejo preciso del espacio y del movimiento de la cámara, además de con un montaje paralelo en el que sobran las palabras. Y las gotas justas de ingenuidad, siempre peligrosas, terminan dando un sabor delicioso al conjunto. Eastwood es invencible.
Entre caballeros anda, desde luego, el juego. Recién elegido presidente, Nelson Mandela fue el único que vio en el Mundial de rugby que se celebraba en Sudáfrica una oportunidad para unir a los ciudadanos de una nación rota por el racismo. Como resultado, una débil selección logró uno de los triunfos más improbables, emocionantes y legendarios que se recuerdan. ¿Cómo?: hay que ver Invictus.
La película es otro de esos milagros a los que nos tiene acostumbrados el autor de Sin perdón. Analizada con frialdad, tiene muchos de los elementos que deberían convertirla en algo previsible, blando y superficial.
O en un tostón discursivo. Sin embargo, la narración hace un ejercicio de síntesis brillante para plantear el telón de fondo social y político, pasa de puntillas por el grueso de la competición y se entrega a una sinfonía mágica y extensa de imágenes que se recrean en la mítica final entre Sudáfrica y Nueva Zelanda (o “Springboks” contra “All Blacks”). Morgan Freeman y Matt Damon hacen una exhibición nada estruendosa de interpretación bajo la batuta, cabal y madura, de un cineasta que convierte en oro fílmico todo lo que toca. Las dificilísimas secuencias deportivas se resuelven con un manejo preciso del espacio y del movimiento de la cámara, además de con un montaje paralelo en el que sobran las palabras. Y las gotas justas de ingenuidad, siempre peligrosas, terminan dando un sabor delicioso al conjunto. Eastwood es invencible.
Michi Huerta [Dgratis, 12 de febrero de 2010]
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